King Kong y Godzilla son -de lejos- los monstruos gigantes más conocidos del imaginario fantástico. Nacidos respectivamente en 1933 y 1954, el primero estadounidense y el segundo japonés, son además mitos puramente cinematográficos. El gigantesco simio nace de cruzar la aventura de El mundo perdido (1912) de Arthur Conan Doyle y el cuento de La Bella y la bestia, para fabricar un relato arquetípico que ha marcado todas sus adaptaciones cinematográficas -e incluso ha influido en las historias de otros monstruos menos conocidos- hasta llegar a esta nueva versión de Kong en el llamado Monsterverse. En estas historias, los protagonistas son siempre un grupo de exploradores que se aventuran en un territorio inexplorado, olvidado, congelado en un tiempo pasado. Y siempre, el gigantesco monstruo establece una relación con un ser humano femenino. En Godzilla y Kong: El nuevo imperio (2024) -de nuevo con Adam Wingard a los mandos- el esquema también se repite. La niña Jia (Kaylee Hottle) es de nuevo el vínculo con la humanidad de Kong y el grupo de aventureros encuentra un nuevo equivalente a la Isla Calavera esta vez, dentro de esa Tierra hueca que recuerda a Julio Verne. Godzilla, en cambio, parece menos útil aquí: y es que, en esencia, representa el apocalipsis -la bomba atómica, las catástrofes naturales, los horrores de la guerra, el cambio climático- por lo que Wingard elige mantenerle al margen para luego utilizarlo en su faceta de defensor de la humanidad que hace equipo con otros monstruos, según el rol más infantilizado que tuvo en la serie clásica de la japonesa Toho. La película de Wimgard está protagonizada por una actriz estupenda como Rebeca Hall y dos tipos con carisma como Dan Stevens y Brian Tyree Henry, pero sus personajes apenas tienen peso. Si el talón de Aquiles de las películas de monstruos siempre han sido los personajes humanos, aquí Wingard decide centrarse en las criaturas fantásticas -más humanizadas que nunca-, creando un ‘planeta de los simios’ para Kong, una aventura cavernícola muy divertida -y loca- que permite al espectador disfrutar de lo que ha venido a ver: combates entre bichos gigantes. Wingard se acuerda de los hijos perdidos de Kong y rinde homenaje -creo yo- a El hijo de Kong (1933) y El gran gorila (1949) de Willis O’Brien y se guarda la mejor sorpresa de la película -cuidado con el spoiler- al rescatar a una criatura del bestiario de la Toho cuya historia estaba inspirada, cómo no, en el King Kong original. El resultado es una película que es un festival de diversión sin pretensiones, que nunca decae. Imprescindibles para los fans del género.
LAS NOVIAS DE GWANGI
PÁJAROS -DOS EN LA CARRETERA
LOS COLONOS -EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN
Emulando al western, pero con facturas por cobrar con la historia, Los colonos (2023) nos traslada al Chile de principios del siglo XX, y nos presenta a un despiadado terrateniente dispuesto a todo para hacerse con el control del territorio -eso sí, sin mancharse las manos-. Su principal obstáculo: los habitantes originales de esas tierras, los indios. Así, José Menéndez (Alfredo Castro) envía a tres sicarios -tres hombres malos, pero nada fordianos- a aniquilar a las tribus que le están dando problemas. Ellos son un militar británico, MacLennan (Mark Stanley), un mercenario estadounidense (Sam Spruell) y un mestizo, Segundo (Camilo Arancibia). Comienza así un periplo por los inabarcables e inhóspitos paisajes de la Patagonia chilena, un territorio salvaje que saca lo peor de los colonos: asesinatos, violaciones y todo tipo de tropelías se suceden, en un intento de denuncia histórica. Los colonos es algo así como la hermana menor de Los asesinos de la luna (2023) que se interceptara con la estupenda Godland (2023). La película, dirigida por Felipe Gálvez Haberle, se queda en los planos generales -espléndidamente fotografiados por Simone D’Arcangelo- y no entra al cuerpo a cuerpo con los personajes: el retrato de MacLennan necesitaba más fuerza; el rencor de Segundo se queda en miradas de desaprobación; el tremendo drama de Kiepja (Mishell Guana) necesitaba de un mayor desarrollo dramático para que esa mirada final nos conmoviera realmente. Mencionemos la participación del director argentino Mariano Llinás en el guión y en un pequeño papel. La película mereció el premio FIPRESCI en el Festival de Cannes.
THE BEAST -VIDAS PASADAS
En La bestia (2024), Bertrand Bonello parece infectado todavía por el virus del miedo post-pandemia -su anterior película, Coma (2021) reflejaba la influencia de ese período vital- y nos narra una historia desde un futuro que no parece demasiado lejano, en el que las muñecas han sido animadas por la Inteligencia Artificial, seguimos llevando mascarillas y podemos acceder a posibles vidas pasadas. No importa que lo que nos cuenta Bonello sea real, simulado, o una película, su protagonista, una inmensa Léa Seydoux, que sigue madurando como actriz y aumentando su belleza -es ya una estrella del cine mundial- es más que capaz de sostener la película y de reaccionar ante una pantalla verde o ante su coprotagonista, un estupendo George MacKay, quizás demasiado joven, pero con la capacidad de transmitir romanticismo e inquietud con la misma convicción, según el momento. Bonello nos habla del miedo, de la sensación de amenaza que sentimos constantemente los seres humanos a romper nuestra vida por amor, a hacernos mayores, pero también a una inundación, a un terremoto y, en definitiva, a la incertidumbre del futuro. Un miedo que nos impide ser felices y encontrar el verdadero amor, y que nos condena a repetir los mismos errores una y otra vez a pesar de que las posibles señales de que algo irá mal están allí -esa paloma agorera-. En realidad, Bonello entrelaza tres historias a través del tiempo, que en el fondo son la misma y en la que sus personajes -Seydoux y MacKay- intercambian roles. Es capaz de contarnos una historia de época de vestuario y decorados preciosos, que se inspira libremente en La bestia en la jungla de Henry James; mezclándola con un asunto mucho más actual sobre las complicaciones de la identidad de género -ella trabaja como actriz y modelo, pero ya ha sido desechada por su edad; él es un incel a punto de estallar- y la soledad y la incomunicación de las redes sociales. Bonello habla, sobre todo, de la soledad y nos dice que si a principios del siglo XX una encorsetada sociedad nos impedía ser felices, las modernas redes sociales, el desenfreno sexual de las discotecas o incluso la realidad virtual, no ofrecen precisamente consuelo.
CLUB ZERO -COMER O NO COMER
CAZAFANTASMAS: IMPERIO HELADO -TODO TIEMPO PASADO
Vaya por delante que, para mí, Cazafantasmas (1984) es de esas películas ‘perfectas’. Una combinación poco frecuente de comedia, fantasía y terror que marcó una época y que creo que ha sido más influyente de lo que parece en el cine actual -Guardianes de la Galaxia (2014) y similares-. Ni siquiera una casi inmediata Cazafantasmas 2 (1989) pudo replicar la excelencia de la primera, más que nada, por su incapacidad de proponer algo nuevo con respecto a la original. ¿Era tan complicado idear, simplemente, nuevas aventuras del grupo de héroes ya formado? La serie de dibujos animados, The Real Ghostbusters (1986-1991) ha quedado como el ejemplo perfecto de lo que pudo ser. El remake femenino de 2016, aunque consiguió replicar el espíritu cómico del original gracias a sus estupendas actrices, tampoco fue capaz de ir más allá del mismo concepto. Quizás por eso, lo mejor de Cazafantasmas: Más allá (2021) era la rareza de la propuesta: una película intimista sobre una familia, de corte indie, que dialogaba con la franquicia con la coartada de estar dirigida por Jason Reitman, hijo de Ivan Reitman. Así, la película se presentaba como una obra muy personal, pero al mismo tiempo nostálgica y llena de guiños para los fans. Su secuela, Cazafantasmas: Imperio helado (2024), sin embargo, resulta decepcionante. Aunque Reitman sigue llevando las riendas del proyecto, detrás de la cámara se coloca Gil Kenan, director de la estupenda Monster House (2006). Lamentablemente se trata de una película que pugna contra sí misma, buscando su identidad. Desechado el tono de comedia pura, la película se desarrolla entre un drama familiar con toques de humor -estilo indie- y la aventura fantástica familiar. La película es posiblemente todo lo que un niño de 10 años quiere ver. El problema es que, si vamos más allá, el guión va planteando tramas e introduciendo personajes de forma caótica: por un lado, se nos habla de una familia en la que cada miembro tiene su propio conflicto, pero ninguno de esos desarrollos resulta satisfactorio y apenas están esbozados. Además, dichas tramas estorban a la historia principal, ralentizándola: el enemigo principal no aparece hasta casi el final del metraje. El argumento es, encima, una réplica del de la película original de 1984, pero descafeinado y predecible, mientras las mencionadas subtrarmas -la de Moquete, por ejemplo- no llevan a nada. Por si fuera poco, la aparición de los actores de la película de 1984 es testimonial: el fan service se queda en mero guiño. Replicando el ritmo narrativo de la entrega a anterior, esta película necesitaba mucho más dinamismo, y si bien las escenas de ‘terror’ o de atmósfera fantástica funcionan dignamente, la comedia necesitaba mucho más fuelle.
LOS PEQUEÑOS AMORES -DE MADRES E HIJAS
Tras Viaje al cuarto de una madre (2018), la relación madre-hija vuelve a ser el núcleo argumental en la segunda película de Celia Rico Clavelino, Los pequeños amores (2024). El planteamiento es tan sencillo como que una mujer, Teresa (María Vázquez) debe mudarse temporalmente con su madre (Adriana Ozores) para ayudarla a rehabilitarse tras una caída accidental. Como en uno de los cuentos de verano de Éric Rohmer, la directora consigue detener el tiempo en esa casa, en medio del campo, que sirve de escenario a la historia y cuya reforma se convierte en una metáfora de la vida de los propios personajes y de sus relaciones. Una vez allí, mientras los ventiladores combaten inútilmente el calor, comienzan a desvelarse los personajes: quién es la madre y quién es la hija. Dos mujeres, cada una en un momento diferente de su vida, las dos con sus problemas, sus manías y sus aspiraciones. Dice Celia Rico Clavelito en esta película -por boca de sus personajes- que no te puedes pasar la existencia esperando algo de la vida, pero también que quizás es todavía peor no esperar nada. En esas estamos. La directora se mantiene fiel a una narrativa formada por pequeños momentos cotidianos -así lo hacia ya en su ópera prima- buscando el naturalismo y evitando el drama y el efectismo. Apoyándose en dos estupendas actrices, Rico Clavelito nos vuelve a hablar de la soledad que todos sufrimos en mayor o menor medida, pero también de cómo la tecnología no acaba de servirnos de compañía; de los sueños de la juventud y de los remordimientos por las cosas que no hicimos. Introduce la directora y guionista un tercer personaje maravilloso, un pintor de brocha gorda que sueña con ser actor, Jonás (Aimar Vega) que debe elegir también -entre el amor y la vocación- y al que imaginamos ya maduro sopesando si tomó la decisión correcta. En su segunda película, Rico Clavelino profundiza en los temas y las dinámicas de su primer trabajo y se permite además algunas fugas poéticas, algunos momentos de amor al cine -la escena del cine de verano es preciosa, Cuando llegue septiembre (1961)- y sutiles ideas sobre el tiempo y la historia ¿Se parecen la vida y las preocupaciones de la protagonista a la de esa mujer prehistórica encontrada millones de años más tarde?