ROGUE ONE: UNA HISTORIA DE STAR WARS (GARETH EDWARDS, 2016)


La mayoría conoce Star Wars por siete películas que se cuentan entre las más taquilleras de la historia del cine. Bienvenidos al universo expandido: el éxito de la saga de George Lucas dio origen, desde el primer momento, a derivaciones en todo tipo de formatos -novelas, cómics, videojuegos y series de animación- que cuentan historias en los márgenes de la narración principal, utilizando personajes secundarios o proyectándose hacia el pasado -o el futuro- de las aventuras de los Skywalker. Puro negocio. Sin el control creativo de Lucas, aquellas historias no siempre tenían la calidad esperada, aunque a veces fuesen más libres, desviándose del canon. Disney ha eliminado de la continuidad ese "universo expandido", pero ahora convierte una de esas pequeñas historias en un evento cinematográfico. Un poco como cuando Lucas y Spielberg utilizaron argumentos y la sensibilidad de las películas de serie B, de los seriales de aventuras, para hacer películas de alto presupuesto. Crearon el blockbuster moderno. Rogue One: una historia de Star Wars es un par de líneas del crawl que abre Star Wars: Episodio IV (1977) hinchadas hasta convertirse en un film autónomo. Esto ya lo hizo George Lucas con las guerras clon en Star Wars: Episodio II (2002), con resultados bastante discretos. Aquí, se ha elegido a un director prometedor, Gareth Edwards, autor de la estupenda Monsters (2010) -mezcla de romance y monstruos gigantes- y ya curtido en los grandes presupuestos de una franquicia con la interesante -aunque algo fría- Godzilla (2014). Así, Rogue One se define entre el spin-off y la precuela, con la dificultad añadida de tener como referente films absolutamente mitificados y la responsabilidad de abrirle camino a futuras entregas como la aventura en solitario de Han Solo, prevista para 2018. Hay que imaginarse a Edwards haciendo una suerte de juego de malabares entre los imperativos de una franquicia y su propia voz como artista. ¿Sale con éxito de semejante aprieto?



Edwards tiene que hacer una película de Star Wars sin sus personajes más reconocibles -con los que sí contó J.J. Abrams en Star Wars: Episodio VII (2015)- sin la música de John Williams -solo Michael Giacchino podía sustituirle- y hasta sin el famoso crawl que necesariamente iniciaba el ritual que es ver una película de la saga. Aquí Darth Vader (James Earl Jones) apenas hace un cameo, por lo que hay que tirar del aparatoso Imperio galáctico, de sus máquinas de guerra y de los icónicos stormtroopers. Nos cuentan cómo un grupo de rebeldes roba los planos de la Estrella de la Muerte, que acabarán en manos de la princesa Leia (Carrie Fisher), quien los ocultará luego en el entrañable R2D2 (Kenny Baker), auténtico McGuffin de aquella primera Guerra de las Galaxias de 1977. A pesar de estos condicionantes, Gareth Edwards salva la papeleta de una forma más que satisfactoria. Rogue One tiene una personalidad propia, no se parece demasiado a una película de Star Wars y eso es bueno. Estamos ante un film más adulto, más bélico que space opera, quizás demasiado serio, que se aleja del candor infantil de la trilogía original. Si toda la vida los rebeldes han sido los buenos y el Imperio los malos, aquí descubrimos algunas sombras en los primeros y desertores en los segundos. La guerra está planteada de una forma más sombría que los tiroteos lúdicos de las primeras películas, en las que los stormtroopers caían como muñecos. Aquí la muerte tiene mucho más peso y esos mismos soldados de asalto resultan más amenazadores -y fascistas- que nunca. El motor de la acción, la redención de los pecados del padre, es el mismo que une a Luke y a Anakin Skywalker. Pero estamos ante una película coherente con la filmografía de Edwards, que reincide en los mismos temas que en Monsters y Godzilla: aquí también el individuo y sus problemas existenciales se contraponen a un conflicto de dimensiones globales -galácticas- que le supera. Edwards juega de nuevo con la escala: mantiene la cámara a la altura del hombro de los personajes, por lo que las gigantescas naves espaciales y los colosales caminantes AT-AT parecen más grandes que nunca. Y no hablemos de la Estrella de la Muerte. Pero también es verdad que el director imprime un ritmo pausado a una historia que no cuaja del todo hasta la fantástica batalla final, inspirada, eso sí, en los mejores momentos bélicos de El imperio contraataca (1980) y El retorno del Jedi (1983). Destaquemos también la belleza de las imágenes fantastique que consigue el director y la estupenda recuperación del referente -estético- de Akira Kurosawa en el prólogo. Rogue One brilla más cuando se aleja de la trilogía clásica y es una pena el peaje que debe pagar para conectar con la historia principal, porque, aunque nos emocione a los fans, resulta lo más endeble de la propuesta. La inclusión de personajes del Episodio III y sobre todo del Episodio IV resulta bastante forzada. ¿Lo peor? Hay que decir que una película de Star Wars ha vuelto a caer en la tentación de lo digital: personalmente, tengo que reprochar la osadía de resucitar a uno de mis actores favoritos de todos los tiempos. En definitiva, Rogue One es el pulso entre un estupendo film independiente y la obligación de hacer algo así como el Episodio III 1/2.

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