WILSON: VIÑETAS DE LA SOLEDAD


Es imposible no querer a Wilson. Socialmente inepto, sin oficio conocido, ha gozado del tiempo libre necesario para formarse una opinión sobre casi todo. Una visión profunda de cómo funciona el mundo, casi siempre negativa. La mirada desencantada de Wilson sobre la vida moderna tiene que ver con vivir anclado en un pasado analógico, superado, pero más honesto, menos hipócrita, menos preocupado de gilipolleces. Wilson no tiene móvil ni ordenador, y por supuesto no sabe qué es Facebook ni Whatsapp. Si quiere conectar con alguien, simplemente le habla, cara a cara, en la calle. Es por eso que Wilson nos parece un tío raro, un friki. Que pensemos que alguien está loco por hablar con los demás, es una idea que bien vale una película. O un cómic. Basada en una novela gráfica -para la revista Times fue el sexto mejor libro de 2010- Wilson es la vida de un fracasado deslenguado, en la línea de otros personajes de Daniel Clowes -autor clave del cómic indie- siempre outsiders, solitarios y deprimidos por la mediocridad de los que les rodean. El director, un emergente Craig Johnson -The Skeletons Twins (2014)- firma con este su tercer film, heredando un proyecto de Alexander Payne -Nebraska (2013)- y siendo esta la primera vez que no participa en el guión. De esto se encarga el propio Clowes, que ya adaptó dos de sus obras al cine en colaboración con Terry Zwigoff: la estupenda Ghost World (2001) y la desapercibida El arte de estrangular (2006). El elegido para dar vida a Wilson es Woody Harrelson -True Detective- que lima algunas aristas del personaje original, rebaja su vocabulario -en el cómic parece sufrir el síndrome de Tourette- y acaba resultando más entrañable, entre Humberto D. (Vittorio De Sica, 1952) y Woody Allen. Wilson desprecia nuestra sociedad de zombies pegados a la pantalla del móvil, pero al mismo tiempo desea integrarse, a través de un orden más natural y primario, como lo es la familia. El protagonista descubre el sentido de la vida en lo biológico, en nuestra programación genética, tras fracasar probando suerte con los amigos, las relaciones de pareja, y hasta la religión. Este viaje de descubrimiento de una verdad existencial, es la película. En el cómic original, Clowes se vale de una narrativa en la que la historia se desarrolla en páginas individuales, que recuerdan a las dominicales de las tiras cómicas. Decisión curiosa, siendo esta la primera obra que Clowes no publica primero por entregas. El cómic es el arte secuencial y nos exige rellenar los agujeros entre viñeta y viñeta. En Wilson, un tiempo indeterminado, a veces parecen años, separa una página de otra, lo que nos obliga a completar el relato, en un uso sugestivo de la elipsis narrativa. El cine es imagen en movimiento -no hay espacio entre fotogramas- y esta adaptación apuesta por una mayor unidad dramática de tiempo. Así, la gran diferencia entre la historieta y la película es la ausencia del tono nostálgico del original, que aportaba el paso del tiempo y la vejez de Wilson. Tiene esta adaptación un sabor ligeramente distinto. Debajo de sus imágenes limpias, que intentan emular la estética del tebeo, se oculta un amargo retrato de la soledad infinita que padecemos todos. Precisamente, escribo estas líneas en una pequeña libreta, en el metro, y una chica me mira de reojo con curiosidad, como si fuera un bicho raro, mientras teclea con sus pulgares en un smartphone. Quizás yo también soy un poco Wilson.

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