BABY DRIVER: MÚSICA Y COCHES


Baby Driver es la primera película de Edgar Wright. Obviamente, sabemos que el británico ha firmado cuatro largometrajes antes, empezando por la personalísima trilogía del cornetto, -Zombies Party (2004), Arma fatal (2007) y Bienvenidos al fin del mundo (2013)- siempre junto a Simon Pegg y Nick Frost. Se trata de tres comedias-homenaje-parodia a tres géneros cinematográficos -zombies, acción, ciencia ficción- con una temática recurrente: protagonistas que se resisten a madurar. Luego está esa maravilla que se llama Scott Pilgrim contra el mundo (2010) adaptación de un cómic indie de corte romántico, que juega con la afición a los videojuegos, el anime y el pop rock. Eso sin contar el proyecto abortado de Ant-Man (Peyton Reed, 2015) que acabó abandonando, quizás, para bien. ¿Por qué digo entonces que esta es la primera película de Wright? Porque en todos los films mencionados, los personajes viven en nuestro mundo, se parecen a nosotros y seguramente han visto un montón de películas. La cinefilia de Wright es más que evidente en todas esas estupendas obras. Pero en Baby Driver ese amor por el séptimo arte deja de ser evidente para convertirse en cine de verdad. Baby Driver sería la preferida de los personajes de Zombies PartyEstamos ante una obra muy pura, sin dobleces, optimista, romántica e inocente. En ciertos momentos parece tener la intensidad hiperrealista de Tarantino pero hacia al final acaba alcanzado el candor inocente del American Graffiti (1973) de George Lucas. Y creo que como Star Wars (1977) este film hará que más de un chaval sueñe con ser director de cine.


Como si Nicolas Winding Refn hubiera hecho Drive (2011) con una sonrisa en la cara y no pensando en el festival de Cannes. Con Baby Driver he tenido la sensación de estar viendo cine clásico -cine romántico diría Mark Cousins- como si hubiera sido hecha en un tiempo en el que los directores no tenían un montón de películas en la cabeza, porque no existían. Es la segunda vez que Wright hace una película con acento estadounidense, quizás porque quiere que esto sea Hollywood, quiere fabricar un sueño. Los personajes de Baby Driver ya no se parecen a nosotros: son arquetipos, personajes de película que viven en un mundo inverosímil, como en las de Hitchcock. Ya no son frikis cinéfilos con aire de perdedores cuyos sueños húmedos -zombies, aliens, superhéroes- se cumplen como proyecciones de sus propias frustraciones de treintañero en crisis. Con una historia de argumento mínimo, un joven que se dedica a conducir para atracadores profesionales -en la línea de Driver (Walter Hill, 1978) o la serie Transporter de Luc Besson- que intenta escapar del mundo del crimen, Edgar Wright compone una obra que prácticamente pertenece al género musical. Las canciones se pisan las unas a las otras -el playlist es inabarcable- los personajes se mueven como en una coreografía, los coches se estrellan con ritmo, la cámara se mueve como si bailase y los cortes del montaje siguen los golpes de la percusión. Baby (Ansel Elgort) es un héroe como los de antes, puro y bondadoso; su chica, Deborah (Lily James), es adorable, guapa y comprensiva. Los malos son verdaderamente inquietantes -y atractivos-: Jamie Foxx, John Hamm, Jon Bernthal, Eiza González y Kevin Spacey en un papel simplemente genial. Hay más ideas en Baby Driver que en toda la saga de Fast and Furious (y eso que me gustan esas películas). Wright vuelve a someter a su protagonista a un proceso de maduración, pero este, curiosamente, nunca había sido tan peligroso. Baby Driver no es una cinta repleta de citas, no es cínica, distanciada ni postmoderna. Dijo Jean-Luc Godard, uno de los primeros directores cinéfilos, que todo lo que necesita una película es una chica y una pistola. Si agregamos un coche tenemos Baby Driver, la primera película de Edgar Wright.

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